La perfección reflejada en una serie
Decir que existe un antes y un después en la vida de quienes vieron Breaking Bad no es exagerado. Ni por
asomo. La serie ha superado límites inalcanzables a la hora de entusiasmar al
espectador. Los grados de fanatismo y empatía con el producto y con sus
personajes (principalmente con el protagonista) crecen tan progresivamente como
el propio nivel de interés de cada temporada respecto de la anterior.
Una de las claves para haber conseguido un éxito redondo reside en el
acierto de no extenderla más de la cuenta, a fin de no recaer en una bola de
sucesos que no conduzcan hacia ningún lado más que al relleno de minutos y
acumulación de episodios. La sensación que se percibe cuando el desenlace se
acerca es de una ansiedad exasperante y de agite constante, pero también de
vacío, de un silencio interior que exige ir más allá y pensar que un ciclo se
acaba para siempre. Y cuando ese momento llega, la angustia se hace presente.
Porque Breaking Bad genera que uno se
acostumbre (en el sentido emocionante de la palabra y no en el de una rutina de
sinsabores) y se aferre a lo que ella le brinda.
La historia nos remite a Walter White (Bryan Cranston), un profesor de Química bastante bonachón, casado
con Skyler (Anna Gunn), embarazada al
comienzo, y padre de un adolescente con discapacidades motrices, Walter Junior
(RJ Mitte). A nuestro intérprete
principal le diagnostican cáncer de pulmón inoperable y dos años de vida, por
lo que debe someterse a un costoso tratamiento que está fuera de su alcance
económico. Tras asistir a una redada con su cuñado Hank (Dean Norris), agente de la DEA y ver el dinero que mueve el tráfico
de drogas, tiene la loca idea de utilizar sus conocimientos químicos para
cocinar metanfetamina y así dejarle un buen pasar financiero a su familia. Para
ello se alía a un impulsivo y desordenado ex alumno llamado Jesse (Aaron Paul), quien posee contactos en el
rubro para emprender el negocio en cuestión.
En la creación de Vince Gilligan
está permitido reír, agobiarse de tensión, conmoverse y llenarse de una energía
adrenalínica que contagia a escalas supremas. El seguidor que se jacte de que
no se le haya puesto la piel de gallina en secuencias como en la de la
culminación de la cuarta temporada, por citar uno de los mejores ejemplos, es
factible que esté mintiendo. ¿Acaso quién nunca se brotó de frenesí al
sentirse, aunque sea por segundos, en la piel de Heisenberg?
Audiovisualmente es impecable, tanto desde lo técnico de su dirección
como desde la musicalización (la banda sonora es otro gran logro). Las
interpretaciones son tan sólidas y verosímiles, que dan la apariencia de ser
perfectas; lo sobresaliente de este punto radica en que no hay personaje alguno
que desempeñe mal su rol, todos son convincentes y aportan, con sus
características bien definidas, con sus cambios y giros, calidad vibrante al
relato. Pero quien más se luce aquí es Bryan
Cranston, concibiendo la actuación más importante de su carrera y la más
impresionante que se haya visto en años, al punto tal de sorprender al
propio Anthony Hopkins que,
conmocionado por tamaño desempeño, le dedicó una misiva llena de elogios y
frases impetuosamente significativas (“nunca había visto algo así. ¡Brillante!”;
“su performance como Walter White fue la mejor actuación que vi en mi vida”).
Dicha manifestación de admiración es compartida por todos aquellos que han tenido
el gusto de disfrutar el producto de principio a fin, atenazados en sus
asientos, sin quitar la vista de la pantalla ante cada modo de obrar y de
desenvolverse de Cranston, quien evoca
en W. White una doble personalidad impredecible. Walt y Heisenberg; ángel y
demonio, de eso se trata, de una dualidad que convive en el interior de nuestro
héroe y que con el correr de los episodios va sacando a la luz con cada vez más
fuerza y oscuridad. La mutación que va sufriendo el personaje es inquietante,
escalofriante y a la vez hipnótica, puesto que uno nunca sabe cuáles son los
verdaderos límites de este buen químico que, movilizado por la necesidad, va
demostrando que su techo es más similar al pico más alto del Everest que al de
una mansión.
La primera etapa destila algunos aires de comedia negra, combinándolos
con el drama familiar que representa la trágica noticia que se le da a conocer
a Walter. Un suceso desafortunado que sin embargo obra como motor de empuje
para que el protagonista comience a “curtirse” en el siniestro mundo de las
drogas, con todos los riesgos que ello conlleva, más aún teniendo en cuenta lo
poco ducho que está en el asunto. Pero este novato porta la ventaja de fabricar
el cristal más puro que jamás se haya comerciado, algo que le va inflando el
ego y también le permite sentirse más vivo y excitado que nunca como para
abandonar la experiencia. No obstante, lo más peligroso (y jugoso) de la
cuestión en sí, radica en lo aventurado y en lo expuesto que quedaría White si
su cuñado descubriese que se ha metido en tamaña enredadera. ¿Cómo actuaría Hank?
¿Cómo tomarían el tema Skyler y Walter Jr. si se enterasen que Walt es un
delincuente? Después de todo, lo que hace es para el bienestar económico de su
familia, pero… ¿es perdonable?
La serie se va poniendo más turbia temporada tras temporada. Lo que
arrancó con bocanadas de un humor irónico se va transformando en un thriller
sofocante, en una historia de crímenes de todo tipo en donde no se pueden dejar
cabos sueltos y en un drama agudo y opresivo. La aparición de nuevos personajes
en cada “season” renueva el aire y a la vez la hace más tensa. La conversión de
Walt está tan bien cimentada como interpretada que crea en el espectador un
deslumbramiento y una fascinación por nuestra figura estelar que escapa a cualquier
razonamiento lógico, dado que a fin de cuentas nos encontramos simpatizando con
un tipo que delinque.
La narración explora la superación humana al mismo tiempo que resalta
los peligros de la ambición. Pone en juego dilemas morales y se recrea con
acción, vértigo, nervio y desdicha, atravesando una capa de acontecimientos que
refleja el enmarañado camino que un individuo está dispuesto a cruzar cuando la
necesidad lo desborda. Toda esa conjunción hace que Breaking Bad sea tan adictiva como la propia metanfetamina que Walt
fabrica. Un producto insuperable, majestuoso. Una obra maestra que no tiene
desperdicio, con la capacidad de dejarnos una marca tan profunda que hará que
cada día de nuestras vidas nos acordemos al menos unos segundos de ella.
PUNTAJE: 10
Brillante serie se merece un 11 ja! Cranston es un genio! Y Paul es un actorazo también, bah, están todos geniales y todos tienen sus momentos de lucimiento. Coincido plenamente con tu crítica! Después de finalizarla no dan ganas de ver otra serie, las demás parecen productos amateurs al lado de Breaking Bad. Saludos
ResponderEliminarTotalmente, yo me alejo de las series después de Breaking, al menos hasta que salga Better Call Saul, jaja.
EliminarPero no creo alguna la pueda superar...
Seeee... ¡me vine a tu blog especialmente para poner en el buscador "Breaking Bad" y ver qué habías escrito! Estoy preparando mi propio post al respecto, y la considero igual que vos. ¡Qué obra maestra, por Dios!
ResponderEliminarExcelente tu reseña. Un abrazo.
L.-
Muchas gracias, Luciano! Es una obra maestra, creo que lo mejor que me ha tocado ver. Tiene esa particularidad de dejarte con las ganas de darle play al siguiente capítulo apenas terminás uno...
EliminarAvisame cuando tengas listo tu post!
Abrazo